
Porque no soy liberal en ninguna de sus variantes económicas.
El liberal ama la libertad, pero condicionalmente. Sólo la desea en la medida en que la libertad no ponga en cuestión sus intereses, o al menos no entre en conflicto con ellos más allá de cierto límite. Ese es el límite de su tolerancia.
El tolerante lo puede ser porque desde su posición, más alta, se puede permitir el lujo de soportar un cierto margen de discrepancia y/o rebeldía de los que están (estamos) abajo. Los de abajo no suelen tener oportunidad de ser tolerantes: se pasan la vida siendo el desventurado objeto de la dañina tolerancia de los tolerantes (e intolerantes, que también los hay) de arriba, y esta posición les acarrea perjuicios no siempre pequeños, entre los que se incluye el de no tener siquiera la capacidad de acción y libertad suficientes para poder ser tolerantes como los ricos.
Pongamos un ejemplo que ciertos debates públicos recientes sobre la libertad religiosa han puesto de actualidad. El tolerante se opone al dogma de que sólo una es la verdadera religión, y se muestra abierto a la libertad de cada cual para sostener la creencia religiosa que estime conveniente. Pero el tolerante no es menos intolerante con el ateo que el ateo con los creyentes. Si el ateo critica a todos los creyentes por igual, fundándose en que el problema estriba en la nociva idea de un Dios, recibe la queja y la sanción del tolerante por su “dogmatismo”. Por eso el tolerante a lo más que llega es a esa forma de escepticismo bellamente llamada “agnosticismo”, defendiendo la idea de que no se puede saber si Dios existe o no, y por tanto debe dejarse libertad de creencia a este respecto, sin pretender imponer a los otros la propia opinión. Pero el ateo sabe que sí se puede saber que Dios no existe, al menos sobre la misma base que se pueden saber las demás cosas que son objeto de conocimiento. Y puede explicar, por cierto, la resistencia y lo correoso de la religión y por qué gran parte de la población, con el apoyo de los tolerantes -que ven en ello una buena cobertura de sus intereses-, no se han decidido todavía a dar el paso hacia el ateísmo.
Igual ocurre en política. El tolerante piensa que sólo se puede ser de derechas o de izquierdas, y si el tolerante es de derechas piensa además que existe la opción del centro como tercera vía. Lo que no nos permiten los tolerantes es salirnos del orden restringido dentro del cual se forma y tiene sentido la distinción entre derecha e izquierda. No nos permiten denunciar lo que de común tienen esa derecha y esa izquierda que sólo se sitúan dentro de (y admiten) el orden establecido. Ni denunciarlo ni actuar en consecuencia. No nos dan libertad para expresar siquiera una crítica basada en estas ideas: hay que arrancarles esa libertad, como toda libertad.
Hoy en día, en pleno siglo XXI ya, la idea que el tolerante tiene de la libertad y de la democracia se ha quedado tan anticuada como a ellos les parece la concepción que de esos mismos valores tenían sus defensores liberales en los siglos pasados. En la época de la Revolución Francesa, la guillotina trabajaba a destajo para poner cierto orden en el debate práctico de qué debía entenderse por igualdad y por democracia. Con la ayuda del nuevo artefacto y la del sable y el caballo de Napoleón, entre otros, el resultado fue que la libertad terminó siendo la libertad del burgués (en el sentido de capitalista), y la democracia quedó limitada al sufragio censitario (reducido a los contribuyentes ricos) y masculino. Más de dos siglos después, la idea de democracia y libertad que tienen los liberales no ha evolucionado gran cosa porque la práctica social en la que se engendran las ideas no se ha despegado mucho en el presente de la que había cuando se consolidaron los citados principios.
El liberal actual es de derechas o de izquierdas indistintamente, capitalista o trabajador, miembro de una patronal o de un sindicato, aunque esto no elimine la necesidad de seguir practicando el análisis de clase. El decurso histórico de las últimas décadas nos deja comprender mucho mejor ciertas verdades fácticas. A la luz de los acontecimientos y de la libre reflexión (inspirada no sólo en los intelectualmente muy limitados liberales), comprendemos ahora mejor cómo el marxismo ha actuado durante más de un siglo como el vector principal en la poderosa fuerza termidoriana que se opone todavía a las prácticas y a las ideas revolucionarias contenidas en la mejor tradición anarquista que se enfrenta al sistema capitalista, y en la cual el propio Marx cuenta como uno de sus mayores activos (si no el mayor).
Los liberales son hoy en día de dos tipos fundamentales. El liberal clásico defiende que la burguesía y el capitalismo son la mejor manera de que “el pueblo” en su conjunto progrese. Aquí se incluye, por ejemplo, el liberalismo de los partidos llamados “populares”, pero también el polo extremo de los liberales dogmáticos a los que se tiende a reducir hoy el apodo de “neoliberales”. Pero el liberal más moderno es, en cambio, el socialista liberal (o incluso el comunista liberal) que nutre y puebla los actuales partidos llamados “socialistas” y “comunistas”. La única diferencia entre estos socialistas y comunistas radica en el distinto momento en que dejaron de ser marxistas militantes. Pero tienen en común, entre otras cosas, su contorsionismo político, es decir, su habilidosa capacidad para hacer que su ahora exmarxismo (también militante) sea paradójicamente compatible con un permanente “ser marxista es potencia” (es decir, comparten el potencial para reciclarse de nuevo, y rápidamente, en marxistas en caso de que las circunstancias así lo exijan, porque ellos son ante todo “realistas”, y el realismo es lo que explica, según ellos, que su evolución ideológica se atenga siempre tan de cerca, y se mantenga siempre tan apegada, al propio curso de las cosas).
Obvio es decir que la defensa del mercado y del capitalismo que hace esta izquierda es una defensa del clásico socialismo burgués que ya denunciara el Manifiesto Comunista hace más de siglo y medio. Según ellos, la eficiencia económica hay que dejarla en manos de la burguesía porque ésa es la mejor manera de defender los intereses de los trabajadores (sustituyen “sociedad civil” por “trabajadores” en el folleto en blanco del discurso liberal, y santas pascuas). Ahora bien, la imagen de marca que los distingue en el mercado electoral -del que forman parte como un producto mercantil más de la inmensa factoría capitalista- es su defensa de la etiqueta “social”: según ellos, hay que corregir, o someter o limitar, el mercado para que funcione todavía mejor. Es decir, si se complementa el mercado con una dosis suficiente de Estado e instituciones sociales de la sociedad civil, el capitalismo se convierte en “social” y la derecha se transforma en izquierda.
No cabe duda de que la gente normal sabe esto, pero no siempre puede expresarlo con la claridad necesaria. [Creo que en el futuro lo comprenderá cada día mejor, y eso ya se está empezando a notar en ciertos acontecimientos políticos]. Sólo la fracción de esta gente que, por las circunstancias que sean, ha quedado menos expuesta a la contaminación de la ideología gaseosa liberal mantiene en pie en cada momento la práctica revolucionaria y su idea. Pero no hay que olvidar que son las propias condiciones sociales capitalistas las que no permiten que esa semilla subversiva muera, y las que con seguridad provocarán en algún futuro que la semilla fructifique en una nueva planta. Como esto lo saben bien los tolerantes liberales, se esfuerzan en combatir tal forma de vida ya enteramente perceptible con todas sus fuerzas materiales y espirituales. Y cada sector del ejército liberal cumple a la perfección su papel en esta batalla.
Así, el liberalismo mejor instalado en el poder no sólo practica la falsa democracia del principio “un euro, un voto” dentro y fuera de la empresa, sino que se esfuerza en difundir la creencia de que lo que en realidad prevalece es el principio –completamente antagónico e incompatible con el anterior– de “una persona, un voto”. Pero el otro liberalismo, el que aún desea instalarse y asentarse en el poder, porque sólo está a medio camino, cumple un papel no menos importante y no menos reaccionario. Al combatir toda forma de revolución y de subversión, al defender la íntima convicción de que no hay alternativa de fondo al sistema capitalista, le hace el juego a los intereses de la burguesía y se opone a las aspiraciones del pueblo libre que aspira a una democracia auténtica.
La gente del pueblo, hoy, es gente no sólo trabajadora -eso lo ha sido desde siempre-, sino asalariada, proletaria. Une a su condición de explotada -es decir, la que le impone la exigencia de que todos tengamos que trabajar demasiado para que sólo unos pocos privilegiados puedan vivir sin trabajar, a nuestra costa- la de ejercer a la fuerza el papel de un pobre comerciante con una sola mercancía para vender y con difícil “salida” (en el mercado), salida cada vez más ardua en nuestros días. Es claro que es la conversión de un poder natural humano en una mercancía artificial lo que nos hace mercaderes forzosos de ese indeseado “privilegio inverso”. Y es igualmente claro que nuestra capacidad de trabajar se ve hoy reducida a la de hacerlo para algún capitalista, ya sea en la propia empresa de éste, ya en el Estado actual que lo protege a él y a sus “derechos humanos” (liberales y burgueses), esa versión contemporánea de los antiguos privilegios feudales. Es esta restricción la que queremos levantar, esta sofisticación la que queremos simplificar, y esta ley natural la que queremos restablecer.
Porque la situación es ya insoportable, y una ojeada desapasionada a la realidad actual del mundo sólo puede convencernos de que la fuerza de la revolución va a mover poderosas palancas sociales y va a dar mucho que hablar de nuevo en el futuro. Muchos descreídos lo niegan hoy porque ni siquiera imaginan lo que está por venir, pero así ha sido siempre y eso no debe impedirnos seguir observando la realidad y actuando en consecuencia. Como esto es así, la fracción izquierdista del liberalismo se verá abocada a someterse a una lucha cada vez más aguda con la fracción consciente y revolucionaria de la sociedad.
Los modernos proletarios sólo nos distinguimos de los antiguos en que usamos los brazos con una proporción menor de fuerza física, y mayor de fuerza mental, por lo general, que antaño. Pero la historia nos ha enseñado a comprender que tanto la derecha como la izquierda son igualmente perniciosas porque se oponen al unísono a que alteremos y revolucionemos el orden que nos aplasta y que ellos se quieren repartir (sólo las condiciones de este mezquino reparto los divide a ellos). No triunfaremos de inmediato, pero los combatiremos.
El discurso de la izquierda capitalista no nos engaña ya. Podremos con la contrarrevolución puesto que la evolución de las cosas se pone de nuestra parte, mal que les pese a ellos.
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