miércoles, 24 de octubre de 2007

EL SUPREMO SACRIFICIO DE LOS REVOLUCIONARIOS


Debajo de la Plaza del Kremlin hay una inmensa fosa común. Es el lugar donde descansan los restos de cientos de obreros y obreras de Moscú. Junto con el proletariado de Petrogrado los revolucionarios/as de Moscú asestaron el golpe definitivo a los herederos del Zar. En el 90º aniversario de la Revolución de Octubre quisiera compartir con los/as lectores de “La antorcha” el siguiente extracto del libro “Diez dias que estremecieron al mundo” del periodista norteamericano John Reed, fundador del Partido Comunista Laboral de los Estados Unidos.

“En la plaza soplaba un viento cortante, agitando las banderas. Empezaron a llegar los obreros de las fábricas de los barrios más apartados de la ciudad, que traían a sus muertos. Se podía ver cómo cruzaban la puerta bajo las banderas tremolantes, portando los ataúdes rojos como la sangre. Eran toscas cajas de tablas sin cepillar, pintadas de rojo, y las sostenían en alto a hombros gentes sencillas de rostros arrasados en lágrimas. En pos de los ataúdes caminaban mujeres sollozando o calladas, petrificadas, lívidas como la muerte; algunos ataúdes iban abiertos y tras ellos llevaban las tapas; otros estaban cubiertos de brocado de oro o plata o tenían sujeta a la tapa una gorra de soldado. Había muchas coronas de flores artificiales…

La procesión se acercaba lentamente a nosotros por el pasillo irregular que se abría ante ella y se cerraba detrás. Ahora fluía por la puerta un torrente interminable de banderas de todos los matices del rojo, con letreros dorados y plateados y crespón en lo alto de las astas. Había también varias banderas anarquistas, negras, con inscripciones blancas. La banda ejecutaba la “Marcha Fúnebre Revolucionaría” y la muchedumbre con la cabeza descubierta, le hacía coro. Los sollozos interrumpían frecuentemente la triste canción…

Entre los obreros iban destacamentos de soldados también con féretros, seguidos de escolta militar: escuadrones de caballería y baterías de artillería con los cañones envueltos en tela roja y negra, envueltos, parecía, para siempre. Las banderas de las unidades militares tenían estos letreros: “¡Viva la III Internacional!” o “¡Exigimos una paz general, justa y democrática!”

El cortejo fúnebre se acercó lentamente a las tumbas y los que portaban los ataúdes los bajaron a las fosas. Muchos de ellos eran mujeres, proletarias fuertes y rechonchas. Y tras los féretros iban otras mujeres, jóvenes, transidas de dolor, o viejas achacosas que lanzaban alaridos desgarradores. Muchas se arrojaban a la tumba tras sus hijos y maridos y daban gritos terribles cuando manos piadosas las sujetaban. Así se aman los pobres…

Todo el largo día duró la fúnebre procesión. Entraba en la plaza por la Puerta Iberia y salía por la Calle Nikólskaya, era un torrente de banderas rojas que llevaban escritas palabras de esperanza y fraternidad, profecías estupendas. Y estas banderas ondeaban sobre el fondo de una multitud de cincuenta mil personas y todos los trabajadores del mundo y sus descendientes las contemplaban desde entonces y para siempre…
Uno tras otro fueron bajados a la fosa de los quinientos ataúdes. Oscurecía ya y las banderas seguían ondeando y susurrando en el aire, la banda tocaba la “Marcha Fúnebre” y el mar humando cantaba. Sobre la tumba, en las ramas desnudas de los árboles, como raras flores multicolores, pendían las coronas. Doscientos hombres empuñaron las palas y empezaron a llenar las fosa. La tierra golpeaba sordamente en los ataúdes y los golpes secos se oían claramente a pesar de la canción.
Se encendieron los faroles. Pasaron la última bandera, pasó, mirando atrás con terrible intensidad, la última mujer llorosa. La oleada proletaria se retiró lentamente de la Plaza Roja…

Y comprendí de pronto que el devoto pueblo ruso no necesitaba ya sacerdotes que le ayudasen a impetrar el reino de los cielos. Este pueblo estaba construyendo en la Tierra un reino tan esplendoroso como no lo hay en ningún cielo, un reino por el cual es una dicha morir.”

Tres años después, en 1920, John Reed murió en la Unión Soviética, de él Nadezhda Krupskaya, esposa de Lenin, nos dejó su testimonio:
“John Reed está inseparablemente unido a la Revolución rusa. Amaba la Rusia soviética y se sentía cerca de ella. Abatido por el tifus, su cuerpo reposa al pie de la Muralla Roja del Kremlin. Quien ha descrito los funerales de las víctimas de la Revolución como lo hizo John Reed, merece tal honor.”

Robert Allen. Camarada de la agrupación R.Manjón

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnifico artículo, reconozco haberme emocionado en su lectura.